El ojo del huracán, la calma de la pandemia

 

En la editorial anterior apelábamos desde La Urbe al desarrollo de una conciencia individual y colectiva, que nos permita relacionarnos de otra manera, o más bien… relacionarnos. En líneas generales, desde entonces hasta ahora, varias cosas han pasado. Distritos donde los vecinos no respetaron las normas de protocolo y aparecieron nuevos casos de contagio donde ya no los había. Distritos donde los vecinos respetan las normas de seguridad, y tratan de reactivar la economía. Pero en suma lo que hay que decir es que existe una toma de conciencia generalizada. 

Sin embargo, lo que también hay que decir es que aquello que conocimos como normalidad dentro de nuestras sociedades, no volverá. O por lo menos no lo hará en breve. Nuestra conciencia sanitaria también ha cambiado. 

La sociedad occidental, desacostumbrada  a las peripecias que generan las pandemias de enfermedades no conocidas por el hombre, experimenta nuevas sensaciones. La situación de ver al otro desde lejos y no poder experimentar la cálida sensación de proximidad de los cuerpos, el abrazo, el saludo con un beso. La cara tapada por el barbijo que protege al otro, ese otro que queremos que esté sano a su vez, para no empezar una cadena interminable de contagios. 

La vertiginosidad de la incertidumbre. No saber, si esa nueva normalidad contendrá las viejas prácticas culturales conocidas, si podremos acostumbrarnos. Si parte de esa “nueva normalidad”, será acostumbrarnos a “no querernos tanto desde lo físico, y sí hacerlo desde la distancia”. 

Un nuevo orden que se aproxima, pero que al hacerlo sin pausa, también preocupa porque tarda en llegar pone de manifiesto también algunas cosas: que la tecnología no alcanza, por más sofisticada y buena que sea; que la solidaridad es la madre de todas las sociedades en todas sus formas; que nos aferramos a la vida y a los sueños; y que esto como todo en la vida, va a pasar.