Pablo Neruda: la palabra como cuchillo

Premio nobel de Literatura en 1971, el poeta chileno se declaró comunista desde muy joven y jamás abandonó las banderas de la lucha contra los poderosos. Su muerte fue un misterio que jamás se resolverá.

Una llamada urgente de Pablo Neruda a su esposa, la voz entrecortada de ella, Matilde Urrutia, prometiéndole que en menos de seis horas estaría con él, un automóvil que rebasaba sus límites de velocidad, la angustia por las carreteras del sur de Chile, la tensión en Santiago, el miedo del poeta en su lecho de enfermo, la enfermedad y el cáncer que fueron dos días después su muerte, las mil y una versiones sobre una inyección que le aplicaron y que pudo ser un asesinato, el temor de que Neruda viajara a México dos días después y dijera allá lo que había pasado con Pinochet, los militares, la CIA, Nixon y Kissinger, el estadio Nacional y el de Chile repletos de desaparecidos, las horas que pasaban y el miedo que aumentaba, los amigos que le habían dicho a Neruda que los muertos se contaban por cientos y que habían asesinado y despedazado al cantor Víctor Jara, quien había muerto cantando y con sus cantos había desesperado a sus asesinos, Chile que se incendiaba, su Chile que moría.

Un hombre, Mario Amorós, que 40 y tantos años después escribiría más de mil páginas con su vida y su obra y la titularía Neruda, El príncipe de los poetas (Ediciones B), y diría que el poeta nació en Parral, Temuco, en el sur de Chile, en el año de 1904, y que se llamaba en realidad José Ricardo Neftalí Reyes y había sido un niño silencioso, algo introvertido, pálido, observador, que había empezado a escribir poemas desde su infancia y había cambiado su nombre, presumiblemente, por una partitura de Pablo Sarasate, Romanza andaluza y Jota Navarra, Op 22, dedicadas a Norman Neruda, y para evadir las violentas reacciones y las furibundas miradas de su padre, un ferroviario al que no le gustaban los poetas y quien le había quemado algunos libros, “Para él, había que ser ingeniero, médico o arquitecto (…) Era como todas esas personas de clase media que han salido del campesinado y que deseaban ver a sus hijos subir en la sociedad. La única manera de lograr ese objetivo era la universidad y las profesiones liberales”.

Neruda, verso y denuncia. Neruda, lucha y poema. “La poesía es un arte que se manifiesta a muy temprana edad. Es un oficio como otros, yo soy un artesano, ni más alto ni más bajo que los demás artesanos. Pero la poesía tiene que ver de forma misteriosa con la infancia. Todos nacemos poetas. Si esta vocación se afirma en los años venideros, eso depende de la constancia y la fuerza de cada carácter”. Mientras era Neftalí Reyes, Neruda escribía en cuadernos de escuela y coleccionaba piedras extrañas y observaba. Miraba a sus compañeros correr y jugar a la pelota y se sentaba con su amigo Juvencio Valle “para no hablar”. En julio de 1917 publicó su primer texto, “Entusiasmo y perseverancia”, en el periódico La Mañana, que era dirigido por Orlando Mason, un familiar lejano, a quien años después catalogaría como “el primer luchador social” que conoció. “Fundó un diario. Allí se publicaron mis primeros versos y allí tomé el olor a imprenta, conocí a los cajistas, me manché las manos con tinta”.

Con las manos manchadas de tinta, un día de 1920 fue a conocer a Gabriela Mistral, que pasaba por Temuco. “Con su regia sonrisa, sonrisa tan franca y deslumbrante como pocas he visto, ella me tendió los primeros libros de la gran novela europea, en especial ella prefería la novela inglesa de la época y la gran novela rusa, que pasó a ser, poco después, la literatura más frecuentada por los escritores de mi generación de América y España”. Con las manos manchadas de tinta, Neruda se llevó algunos libros de Dostoievski, Chéjov y Tolstoi, y se adentró en el alma de los humillados y ofendidos, y él mismo fue uno de ellos. Fue tinta, dolor, pasión, locura y poesía. Y escribió y siguió escribiendo. Viajó a Santiago antes de cumplir 20 años y allá publicó sus primeros libros y la gente comenzó a conocerlo como el poeta de Veinte poemas de amor y una canción desesperada, y luego, muy luego, los estudiosos empezaron a preguntarse a quién le había escrito sus poemas.

Parte de la verdad se comenzó a saber en 1974, casi un año después de que Neruda muriera, cuando una mujer, Albertina Azócar, a la que había conocido en Santiago, por los pasillos del Instituto Pedagógico en 1921, relató que aún guardaba el original de la carta que fue el Poema 15 y contó que “cuando salíamos a caminar era muy callado, bueno, yo también soy muy callada. Por eso me escribió ‘Me gustas cuando callas…’. Sus versos eran distintos de los de los otros poetas”. Sus versos empezaban a recitarse por toda América por miles de enamorados que decían “Me gusta cuando callas porque estás como ausente, y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca, parece que los ojos se te hubieran volado, y parece que un beso te cerrara la boca”, y por miles de poetas que comenzaban a buscar más poemas de aquel tal Pablo Neruda. Entonces el tal Neruda publicó Crepusculario con su dinero y el dinero que le habían dado por un reloj que su padre le había regalado.

Cuando los ejemplares estuvieron impresos, el editor le dijo que aún le faltaba mucho por pagarle. Neruda fue a donde Hernán Díaz Arrieta, un influyente crítico literario que firmaba sus columnas como Alone, y le comentó que no le darían un solo libro si no cancelaba la deuda. Alone le dio el dinero. Neruda se lo fue pagando a lo largo de su vida. El 2 de septiembre de 1923, Alone escribió una reseña de Crepusculario en Claridad. “Hay una nueva generación literaria…”. Dijo que pese a que no compartía algunas ideas con el poeta Neruda, tenía en cuenta que apenas iba a cumplir 20 años y que a esa edad ya superaba a decenas de otros poetas, por lo que le auguraba un futuro infinito. “De los libros de versos que últimamente se han publicado en Chile, este es, sin duda, uno de los más hermosos y más interesantes”, publicó La Nación de Buenos Aires. Hubo elogios, pero también críticas. Algunos acusaron al poeta de tener demasiadas influencias del poeta uruguayo Carlos Sabat y otros llamaron a sus libros “obritas”.

Mientras Crepusculario recorría su camino, Veinte poemas de amor y una canción desesperada se agotaba, hasta el punto de que en 50 años se venderían más de tres millones de ejemplares. Ya en Santiago, y ya reconocido y celebrado, Neruda se introdujo en el mundo de la bohemia, y con el tiempo hablarían de él y de sus amigos como La banda de Neruda. Tomaba vino todas las noches y comía un día sí, un día no. Cantaba, aunque desafinado, y bailaba de cuando en cuando. Peleaba, discutía y escribía, no dejaba de escribir. Iba por la vida como una especie de poeta maldito, sin un peso y el hambre de mundo carcomiéndole las entrañas. Desesperado, consiguió que lo nombraran cónsul en Rangún y anduvo por Oriente cuatro años y medio. A veces le llegaban los giros del gobierno chileno, a veces no. Viajando de un lado a otro, Colombo, Calcuta, escribió Residencia en la tierra y se casó con una holandesa, María Antonia Hagenaar, en la isla de Java.

Neruda volvía cada tanto a Chile. En el 27, de regreso a Oriente, decidió pasar por Buenos Aires. Allí conversó por primera y única vez en su vida con Jorge Luis Borges. Le entregó su libro Tentativa del hombre infinito y se lo dedicó con un escueto y atrevido “A Jorge Luis Borges, su compañero, Pablo Neruda”. Luego se detuvo unos días en Madrid, donde dejó algunos de sus libros. En 1932, el gobierno chileno decidió cerrar algunas de sus delegaciones en el exterior. Neruda tuvo que regresar. En algunos lugares, y para algunas personas, su retorno fue una bendición, la bendición del arte y la renovación. En otros sitios, y para otros personajes, su regreso fue una pesadilla. Así como lo aplaudían en sus recitales, así mismo lo acribillaban en algunos periódicos de Santiago. El 11 de noviembre del 32, Pablo de Rokha, uno de los poetas esenciales de Chile, escribió que Crepusculario era una “obra soberbia de estupidez”, y que Veinte poemas… era “periodismo rimado y sobado hasta la locura”.

La relación Neruda-De Rokha fue tensa durante veinte, treinta años. “Pablo Neruda no pretendió poner su nombre al servicio del Partido Comunista, pretendió poner al Partido Comunista al servicio de su nombre, y su nombre se lo engendró la burguesía imperialista”, escribía De Rokha, y luego añadía: “Neruda no es comunista, es nerudista, el último, o el único probablemente”. De Rokha y Vicente Huidobro lo llamaban “El Bacalao” y le disparaban desde sus trincheras cada vez que podían. Incluso, lo acusaron de plagiar al poeta bengalí Rabindranath Tagore. Neruda callaba. Dejaba que hablaran y se desgastaran, mientras escribía, y mientras él mismo se desgastaba buscando la forma de publicar sus obras, en especial, Residencia en la tierra, que salió en mayo del 33 y fue ubicada por Saúl Yurkievich, al lado de Trilce, de César Vallejo, y de Altazos, de Huidobro, como la “tríada de libros fundamentales de la primera vanguardia literaria en Hispanoamérica”. Rodríguez Monegal dijo que con ese libro había comenzado la obra verdaderamente creadora de Pablo Neruda.

Entonces llegó a Buenos Aires y en Buenos Aires conoció a Federico García Lorca y se hizo amigo de él, y con él hizo un discurso a dos voces en homenaje a Rubén Darío, y por él supo lo que iba ocurriendo con la II República española. Luego llegó a España y García Lorca lo presentó como “Un poeta más cerca de la muerte que de la filosofía; más cerca del dolor que de la inteligencia; más cerca de la sangre que de la tinta”, y allá, en España, entre quienes habían ido a oír sus poemas estaba Miguel Hernández y lo adoró. “Lo recuerdo con su pelo cortado casi al rape, sus grandes ojos claros, su traje de campesino de Orihuela. Era un joven de una vitalidad asombrosa y de una poesía tan rica como la mejor de España”. Se adoraron. Pero también conoció la ruindad de la guerra, de las metrallas, de los heridos y la sangre y lloró cuando supo que habían asesinado a García Lorca, y nunca lo olvidaría, y lloró por la muerte de Hernández, y se afilió como pudo a los republicanos y peleó con ellos y por ellos, Se declaró comunista. Peleó al lado de los comunistas con sus poemas, que eran sus únicas armas.

En 1939, cuando todo había terminado y los muertos en España se contaban por cientos de millares, cuando Francisco Franco y sus hombres habían arrasado con todo y lo seguían haciendo, cuando los españoles que habían quedado empezaban a acomodarse de una u otra forma, cuando los años por venir se intuían oscuros, represivos y reprimidos, Neruda organizó, como cónsul chileno para la inmigración española, con sede en París, el traslado de más de dos mil refugiados republicanos, con la aquiescencia del entonces presidente, Pedro Aguirre Cerda. Eran, esencialmente, obreros y campesinos a quienes el nuevo régimen había confinado en distintos campos de concentración en Francia, y una decena de intelectuales errantes. “Yo voy a Francia a recoger españoles y darles refugio en Chile, porque en mi patria manda el pueblo y es este uno de sus mandatos”. El 2 de septiembre llegó el barco Winnipeg a Valparaíso, con su carga de dolor y esperanza. “Que la crítica borre toda mi poesía, si le parece. Pero este poema, que hoy recuerdo, no podrá borrarlo nadie”, escribió Neruda.

Pasados unos años, viajó a México. Cada vez se sentía más comunista, y más humano. Más poeta y más activista. Entablaba discusiones por donde iba. “Lo mejor de México son los agrónomos y los pintores”, decía. “En poesía hay una completa desorientación y una falta de moral civil que realmente impresiona”, decía. Octavio Paz le respondió: “El señor Pablo Neruda, cónsul y poeta de Chile, es también un destacado político, un crítico literario y un generoso patrón de ciertos lacayos que se llaman ‘sus amigos’. Tan dispares actividades nublan su visión y tuercen sus juicios: su literatura está contaminada por la política, su política por la literatura y su crítica es con frecuencia mera complicidad amistosa. Y, así, muchas veces no se sabe si habla el funcionario o el poeta, el amigo o el político. Acaso él tampoco lo sepa. El poeta Neruda se empeña en convertir a los que su rencor imagina enemigos, en adversarios políticos. Pero Neruda no representa a la revolución de Octubre; lo que nos separa de su persona no son las convicciones políticas, sino, simplemente, la vanidad… y el sueldo”.

De vuelta en Chile, se lanzó al Congreso y fue elegido senador. Escribió y habló, más fuerte que de costumbre. Acusó al presidente Gabriel González Videla de traidor. La Justicia emitió una orden de captura en su contra. Neruda huyó con su segunda mujer, Delia del Carril, a través de la cordillera de los Andes, hacia la Argentina. Sus casas en Santiago, La Chascona, y en Isla Negra fueron allanadas y violentadas. “Se busca a Neruda por todo el país”, tituló el diario El Imparcial. “Fueron innumerables los sitios en que me albergué. Unas veces en palacios elegantes, otras en humildes casas de barrio y también en chozas de modestos campesinos. En Santiago, en Valparaíso, en pueblos costeros, en ciudades del Norte Chico, del centro y del sur. A veces llegué a estar a solo metros de mis perseguidores, amparado por gentes que eran amigos del presidente”, contó más de 15 años después. Pablo Picasso decía y repetía: “Mi amigo Neruda está actualmente acorralado como un perro y nadie sabe ni siquiera dónde se encuentra”.

Neruda se encontraba en cualquier lado y en todos. Sus poemas eran cuchillos. Sus declaraciones, bombas. “Yo acuso”, había proclamado. Y siguió acusando, y peleó contra los poderosos. Cuando le preguntaron para qué servía la poesía, su poesía, contestaba que uno de los libros que el Che Guevara llevaba consigo era ‘Canto General’. Acompañó a Salvador Allende en sus cuatro campañas presidenciales, y al pueblo en sus luchas de siempre. En el 71 le otorgaron el Nobel. Dos años más tarde murió. O lo mataron con una inyección en la Clínica Santa María para que no acusara más.