El Estado Golpeador de Macri busca votos retrogrados

En los ciclos democráticos transcurridos desde la segunda mitad del siglo XX hasta estos días se contabilizan oleadas represivas como la aplicación del Plan Conintes durante el gobierno de Arturo Frondizi. Y el accionar de la Triple A, junto a grupos policiales y militares, cuando María Estela Martínez de Perón ejercía la primera magistratura. Luego, una vez concluida la última dictadura, los presidentes Raúl Alfonsín y Carlos Saúl Menem no incurrieron en el abuso de la fuerza para sofocar expresiones y reclamos adversos a sus políticas, con excepción de hechos desatados por gobiernos provinciales. Tampoco Néstor y Cristina Kirchner cayeron en esa tentación. Pero sí Fernando de la Rúa con la matanza del 19 y 20 de diciembre de 2001, y también Eduardo Duhalde con los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán. Claro que mientras los dos primeros casos eran fruto de la Doctrina de la Seguridad Nacional, los restantes fueron la reacción agónica de gestiones al borde del precipicio.

En cambio ahora, con Mauricio Macri en el poder, se impuso un nuevo paradigma de control social: el “Estado Golpeador”. Algo sin duda cocinado al calor de las encuestas y los focus groups. Y con la siguiente lógica: poner en marcha iniciativas bestiales para así captar a los sectores más retrógrados del padrón electoral. Un recurso que no sería posible sin la debida complacencia del gen criminal que palpita en la “parte sana” de la población.

Esto último revela un fenómeno que empezó a ser visible a principios de 2014 al hacerse eco en la prensa de un deporte grupal hasta entonces oculto bajo los pliegues del pudor: el linchamiento de rateros atrapados en situaciones de flagrancia. Fue notable cómo a partir de entonces el espíritu público se lanzó a un apasionado debate sobre los beneficios y las contraindicaciones de un rito tan atávico. En términos jurídicos lo que se discutía era la neutralización de robos callejeros (en especial, arrebatos de bolsos y celulares; es decir, delitos excarcelables por su poca monta) mediante el asesinato calificado por alevosía (indefensión de la víctima) y ensañamiento (afán de agravar la agonía). Una polémica signada apenas por un eje discursivo. “Hay un Estado ausente”.

Resulta hasta poco original decir que el PRO supo capitalizar con creces aquella anomalía perceptiva del habitante medio. Y convertirla en una especie de Doctrina de Seguridad Vecinal cuyo corpus teórico –elaborado y difundido por ciertos políticos, comunicadores y hasta algunos taxistas– se fundamenta en un sencillo principio: “La gente está cansada”. Pero con el agravante de que tamaño fastidio también se extiende hacia otros flagelos urbanos; entre éstos, el “uso indebido” del espacio público para toda clase de protestas. De ahí el estremecedor beneplácito de un vasto sector del electorado ante el ejercicio de la “legítima violencia del Estado” para ordenar el tránsito vehicular.

En suma, algo afín a lo que el sociólogo portugués Boaventura de Souza Santos bautizó “fascismo societal”. Un fenómeno ideológico que –a diferencia de los procesos de ultraderecha en Europa durante la primera mitad del siglo XX– no es cincelado por una organización política o el Estado sino que surge en las entrañas mismas del cuerpo social. Una oleada técnicamente pluralista, sin jefes, pero provista de objetivos disciplinantes y “civilizatorios”. Dicho de otra manera: el fascismo de quienes hasta ignoran su significado.

Las mazorcas del macrismo

El vidrioso rol del oficialismo tras la desaparición de Maldonado convirtió a la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, en un símbolo atroz del presente. Sin embargo, tal estigma se olfateaba desde el 10 de diciembre de 2015, cuando el flamante Presidente la entronizó en aquel cargo. De hecho, apenas 96 horas después su gestión tuvo un contratiempo desalentador: 43 gendarmes muertos al desbarrancarse en un puente próximo a la ciudad salteña de Rosario de la Frontera el micro que los transportaba hacia Jujuy para disolver un acampe de la organización Túpac Amaru.

Ese sofocante verano no le dio respiro; la razón de su siguiente desvelo fue la fuga de los hermanos Lanatta y Víctor Schillaci, un thriller con ribetes desopilantes. En su transcurso la ministra de Seguridad daba por confirmada la gran logística que los asistía por ser, según ella, miembros de “un importante cartel mexicano” cuando en verdad el desamparo de su escape había convertido a esos presos –condenados por el llamado “triple crimen de la efedrina”– en tres peligrosos linyeras.

También derivó en una comedia de enredos la aparatosa importación del ya célebre traficante de efedrina, Ivar Pérez Corradi, quien lejos de declarar en contra de figuras del kirchnerismo –tal como los emisarios de Bullrich habían pactado con él– con sus dichos en sede judicial terminó enlodando al principal aliado radical de Cambiemos, Ernesto Sanz, por una dádiva.

Apenas dos ejemplos de la extensa lista de yerros e inexactitudes en los que Patricia Bullrich suele incurrir tanto en la evaluación estratégica de casos trabajados por el Ministerio como al informar las conclusiones a la ciudadanía y al propio Presidente. En su defensa, el diputado mendocino Luis Petri –nada menos que su espada y vocero en la Cámara Baja, además de presidir allí la Comisión de Seguridad– argumentó el año pasado al programa radial Tormenta de ideas: “Ella es muy trabajadora, pero la hacen equivocar, le pasan pistas falsas y la llevan a seguir líneas investigativas erróneas”.

Desde una perspectiva totalizadora, su gestión
–debidamente alineada a la doctrina estadounidense de las “Nuevas Amenazas”– garantiza en el país la voluntad de la CIA, la DEA y el FBI por extender su estrategia global contra el terrorismo y el narcotráfico. “Ningún país por sí mismo puede hacer frente a los peligros multifacéticos y solapados que presenta el siglo XXI”, insisten los funcionarios del Departamento de Estado estadounidense.

Sólo que aquí tamaño propósito suele chocar con un obstáculo notable: el carácter mafioso de todas las fuerzas de seguridad. Un problema que –a tal fin– las convierte en una herramienta envenenada. Una especie de presente griego que en la actualidad tiene a La Bonaerense y la novedosa Policía de la Ciudad como sus ejemplos más ruidosos. La resbaladiza relación de ambas con sus autoridades civiles lo atestigua.

Eso la gobernadora de la provincia de Buenos Aires, María Eugenia Vidal, lo sabe perfectamente. Lo cierto es que su llegada al primer despacho de La Plata fue para ella algo tan sorpresivo que no tuvo tiempo de planificar como corresponde una política hacia la mazorca más díscola del país. La solución consistió en recurrir a la “herencia recibida”. O sea, el flamante Poder Ejecutivo provincial resolvió servirse de la estructura policial de la gestión anterior. Por entonces ni la aún inexperta mandataria ni su ministro de Seguridad, Cristian Ritondo, imaginaron que acababan de dar un salto al vacío.

Porque tal reflejo continuista en esa fuerza de 90.000 hombres resultó un canto al autogobierno corporativo. Y además prolongaba la influencia del jefe saliente (por razones jubilatorias), el comisario Hugo Matzkin, a través de su reemplazante, Pablo Bressi –un sujeto de su confianza– y, luego, en el sucesor de éste, Rubén Perroni, también de su riñón.

En realidad la gobernadora –a pesar de su proclamada “lucha contra las mafias”– cifra la gobernabilidad de su gestión en un pacto con La Bonaerense: obsecuencia punitiva a cambio de “vista gorda” con los negocios sucios.

Idéntica impostura también sostiene el delicado equilibrio entre el jefe de Gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, y la Policía de la Ciudad. Lo que fue concebido como el experimento más osado del macrismo en materia de seguridad –la fusión de los 5.000 efectivos de la Metropolitana con 19.000 de la Federal– devino en una fuente inagotable de jaquecas.

Aquella amalgama ya desde el aspecto administrativo generó conflictos. A nueve meses de su lanzamiento oficial, los ex federales aún hoy no ahorran desvelos por el futuro de su caja de retiros. También temen por el destino de su obra social (el paso del Hospital Churruca a OSDE no les causa confianza). Asimismo los ofusca la suspensión de adicionales que antes redondeaban sus ingresos. A la vez están muy atentos con la todavía no concretada nivelación salarial (los que vienen de la Metropolitana cuentan con haberes más altos). Y ni hablar de las náuseas que les provocan los chalecos morados de los nuevos uniformes, tan parecidos a la indumentaria de la empresa OCA.

Otro campo problemático tiene que ver con los negocios clandestinos. Por ahora está atada con alambres la manera en que los ex federales adaptaron sus quehaceres recaudatorios a la nueva situación. Y se resisten a compartir dividendos con sus nuevos camaradas. ¿Acaso resignarán parte de sus fuentes espurias de ingresos? Si algo enseña la historia es que la respuesta a tamaño interrogante usualmente se escribe con sangre.

Y desde el plano institucional, su acefalía no es un problema menor. Ya se sabe que su jefe, José Pedro Potocar, terminó preso por ser el supuesto líder de una asociación ilícita abocada al cobro de coimas a comerciantes y trapitos en la jurisdicción de la comisaría 35ª. Y su posible sucesor, Guillermo Calviño –aún no había sido nombrado–, lo imitó en su destino carcelario.

La Policía de la Ciudad nació corrupta. Pero su presencia callejera para garantizar el “orden” no pasa desapercibida.

Por Ricardo Ragendorfer

Le Monde diplomatique